PRIMER CONCURSO DE RELATO CORTO DEL IES Nº 1 DE XÀBIA ENMARCADO EN EL FESTIVAL DE NOVELA NEGRA "XÀBIA NEGRA".
"Sierva de la luna" del autor Cristian Buigues Martínez (2º Bachillerato Humanidades).
SIERVA DE LA LUNA
Soy.
Somos.
Una sombra en la oscuridad. Un soplo de aire
que viene y se va.
Somos
la cuchilla en tu estómago.
El filo del acero.
La razón
por la que te sangra el cuello.
Soy.
¡Somos!
Una sierva de la luna.
Nos
hemos saltado cuatro moteles, dos calles llenas de prostitutas y cinco
tabernas. ¿Cuándo piensas escoger a una víctima? ¡Maldita sea!
El ritual requiere cierta paciencia. Uno de los
motivos por los que la oscuridad no te aceptó es por tu impaciencia.
Si estoy
contigo aquí y ahora es porque quiero, ¿me entiendes? ¡Porque quiero!
La luna observa.
Pero la
luna no habla.
La luna calla y observa. Una mera
espectadora.
Majestuosa
en lo alto del cielo, como una señora mirando nuestra actuación.
Ni tan siquiera ha empezado.
Está
impaciente. ¡Mata de una puñetera vez! ¡Quiero salir, salir!
Careces de algo importante a la hora de la
selección, demonio.
Sí, lo
sé, la paciencia.
La observación. Cuatro moteles, dos calles
llenas de prostitutas y cinco tabernas, ¿me equivoco?
Estás
en lo cierto, ¿y qué?
Me apena que solo veas eso.
¿Y qué
ves tú?
Gente borracha.
Ya
empezamos.
Gente dolida, gente cansada de la vida.
Cuéntame, demonio, explícame, dime, ¿te gustaría matar a esas personas? ¿Crees
que lo sentirías?
La luna
sigue impaciente, humana. ¡O matas, o se aburrirá de nosotras!
La luna no hablará, de hecho, está esperando a
que hablen.
A que
¡Griten!
A que supliquen.
Desabróchate el escote, moza, he ahí tu víctima.
Me sorprendes.
Aprendo
rápido. ¡Ahora, mata!
¿El hombre, verdad?
Ciertamente.
Curioso ser, ¿qué ves?
¡Carne!
¡Lugares donde asestar un profundo cuchillazo!
Ya me extrañaba a mí. Pero de todas formas, es
perfecto. Sostiene una jarra de cerveza, pero no está borracho, además, mira en
su corazón. Hasta a mí se me acelera el pulso.
Y eso
ya es decir.
No tiene astillas, es puro.
Es
imposible que no tenga astillas en su corazón, ¡mentirosa!
Las que tiene son completamente apartables. Demonio, no hay astilla más
grande que la que causamos. Mientras no haya una similar, su corazón es puro,
ideal, perfecto, idóneo.
Empieza
ya, hasta la oscuridad se aburre de tanto esperar. La luna se va, no tienes
tiempo.
¿El pelo así está bien? ¿Crees que tapa mi
escote? Creo que así mejor. Hoy debería de haberme puesto maquillaje.
Nunca
lo haces.
Hoy me apetecía, ¿sabes? Y estate callada,
demonio. Que no se repita lo de anoche. No me gusta que huyan y me corten el
rollo.
Estaré
bien callada, humana. ¡Pero mata, mata, mata! ¡O hablaré!
¡Ejem! Perdona.
Eso es,
eso es, junta más los brazos, que abulten, que abulten.
¿Podrías decirme como llegar… a la iglesia?
Cla-cla-claro.
¡Así,
así! ¡Que le duela! Rájale el pecho, venga. ¡Así, muy bien! ¡Humana, que no
huya! Rájale las piernas, ¡Las piernas! Y la maldita garganta, que deje de
chillar. Aunque sus gritos me producen un escalofrío tan placentero. ¡Pero
rájale que atraerá a más gente, y las multitudes me las pido yo! Mmmm, ¿La
carótida o la yugular? O para qué elegir, ¡Reviéntale las dos!
Sé cómo hacer mi trabajo, demonio.
¡La
luna está impaciente!
Dile que el espectáculo empezará pronto.
No me
escucha, está impaciente.
El último golpe.
Y al
fin seré, seré, seré…
En el corazón.
¡AL FIN
SOY LIBRE! ¡Toda la noche esperando para esto! Es maravilloso estar viva. ¡Luna! ¡Luna! ¡Escúchame, luna! Siéntate
bien, acomódate y come algo si quieres, belleza, ¡Porque ya empieza la función!
Creo que volveré a esos cuatro moteles, dos calles llenas de prostitutas y
cinco tabernas. Veamos si hoy batimos un record en masacre, humana. Bueno, no
sé si todavía podrás escucharme.
2.- ACCÉSIT DEL CONCURSO.
"El cadáver" de la autora Alessia Zingali (1º Bachillerato de Humanidades).
EL CADÁVER
Todo comenzó con un artículo del periódico del instituto. Una compañera mía
pensó que sería fantástico recordar a Sofía García en el decimosexto
aniversario de su muerte. Tenía quince años y Robert Davis la secuestró, la
violó y luego la mató, aunque nunca confesó que hizo con el cuerpo.
Robert Davis era mi padre y esas dos páginas de periódico, en las que se
hablaba de Sofía y de su paso por ese mismo instituto, supusieron la muerte de
mi vida social. En cuanto empezaron a repartir los diarios por los pasillos, todas
las miradas cayeron sobre mí, Michael Davis, el hijo del asesino.
Me encerré en el baño durante el recreo, para no tener que soportar las
ojeadas indiscretas que me obligaban a bajar la cabeza como si hubiese sido
mi culpa. Robert siempre había sido un hombre violento y misógino. Cuando
decidió secuestrar y violar a Sofía García, mi madre estaba embarazada de mí
y yo nací unos meses después de su ingreso en prisión, así que nunca lo
conocí.
Sofía era muy guapa, parecía haber sido esculpida en madera de cerezo y en
la foto del periódico aparentaba ser mucho más mayor que yo. Mi padre era un
cabrón de primera y lo mataron en una pelea de la cárcel. Una parte de mí
intentaba hallar un motivo que explicase la muerte de Sofía. ¿Por qué Robert la
secuestró? Era un psicópata, sí, pero, ¿lo hizo por alguna razón en concreto?
No solía pensar mucho en él o en Sofía, pero, ese día, los dos se metieron en
mi mente y ya no quisieron volver a salir.
Los domingos, mi madre y yo íbamos a misa. Ella se retorcía los dedos,
incapaz de mirar al reverendo. Escuchaba los cuchicheos de las amas de casa
justo detrás de nosotros.
—Es imposible no saber que tu marido es un asesino —decían.
—Yo me hubiera enterado.
—Lo denunciaría y no lo encubriría como hizo ella.
El periódico escolar se extendió por todo el pueblo como si fuera la noticia más
jugosa de la prensa rosa y nuestro vecinos no tardaron en darnos la espalda.
Aunque intentásemos integrarnos en la sociedad, siempre seríamos los
familiares de Robert Davis.
Tres semanas después de ese artículo fatal, mi madre y yo nos encontrábamos
cenando. Había tratado descubrir donde estaría el cadáver de Sofía García,
incluso pensé que lo habría incinerado. Pero no llegué a ninguna conclusión. Mi
madre jugueteaba con su comida.
—¿Dónde crees que podría estar? —pregunté tras haber tomado un sorbo de
agua.
Levantó la cabeza y me miró como diciendo: ¿tú también?
—No quiero hablar de eso, Michael.
Y viendo el estrés que le producía aquel tema, me callé. Desde el asesinato de
Sofía García, mi madre no había hecho nada más que adelgazar y adelgazar,
hasta convertirse en un esqueleto con forma humana recubierto de piel
translúcida. Era como si estuviese enferma todos los días del año.
Me fui a dormir más temprano que de costumbre. En mi cómoda estaba el
periódico del instituto, abierto por las dos páginas en las que se hablaba de
Sofía. Miré su foto. Tenía los ojos oscuros clavados en el techo blanco de mi
habitación. En el primer cajón había guardado los recortes de periódico en los
cuales se contaban, por orden cronológico, las ultimas horas de Sofía García y
todo el proceso judicial posterior. Me senté en el suelo, con la espalda apoyada
en mi cama, y los leí por enésima vez en mi vida.
A principios de octubre de dos mil uno, Sofía García volvía del instituto. Tomó
un atajo, quería llegar a casa rápidamente. Robert Davis pasaba con su coche
en ese momento. La vio por el rabillo del ojo y al principio continuó con su
camino. Pero, a medida que se alejaba, sintió un impulso extraño. Aparcó cerca
de la casa de Sofía, sin saberlo, y volvió sobre sus pasos. Se cruzó con Sofía
en la acera desierta. Los dos se dieron cuenta de que estaban solos. Supongo
que Sofía se puso nerviosa cuando un hombre de veinticinco años interrumpió
su vuelta a casa.
Robert intentó convencerla para que fuera con él al coche, pero se negó. Él se
enfadó y la cogió por los brazos. Ella empezó a tironear para soltarse de su
agarre, no lo consiguió. Robert le tapó la boca y la obligó a recorrer los pocos
metros que los separaban del auto. Sofía vio su casa, le mordió la mano a su
secuestrador y estuvo a punto de librarse, pero Robert abrió el maletero y la tiró
dentro, como una bolsa de basura. Condujo hasta un descampado. Allí la violó
y luego la estranguló.
Regresó a casa tres horas después. Le dijo a mi madre que se había tomado
una cerveza con sus amigos y ella, extrañada, lo creyó. En cuanto los padres
de Sofía terminaron de trabajar y se dieron cuenta de que su hija no estaba,
llamaron a la policía. Empezó una investigación que duraría cinco días. Un
hombre había visto la matrícula de un coche sospechoso que había estado
acercado delante de la casa de los García y esa pista los condujo directamente
a Robert que defendió su inocencia. Confesó con bastante rapidez y se negó a
decir donde estaba el cuerpo. Le cayeron cincuenta y cinco años con acceso a
la condicional tras los primeros treinta años. Pero, el segundo año de condena,
lo apuñalaron con un cuchillo casero.
Dejé los recortes en el suelo. Allí terminaba el caso, aunque no estaba cerrado.
Apoyé las manos en el suelo. Las baldosas parecían estar latiendo como si
tuvieran pulso propio. Me levanté y salí de mi cuarto. Cerré los ojos, tratando
de descubrir el origen de esos temblores suaves. El jardín, pensé.
—¿Michael? —me llamó mi madre.
—Shhh... ¿no lo oyes? —inquirí empezando a salir de casa.
—¿El qué?
Me siguió.
Llegamos al jardín. El césped temblaba. La tierra entera se sacudía
de forma violenta. La miré. Había algo debajo de nosotros.
—Dame algo —le pedí, sin saber muy bien lo que quería —, una pala.
Fue a buscarla al cobertizo. La esperé de pie, y le arranqué la pala de las
manos cuando me la trajo. No intentó detenerme al verme cavar, quizá se lo
imaginaba, sabía que esa noche todo cambiaría. Di con lo que buscaba tras varios metros de excavación. Me giré hacia mi madre con los ojos brillantes y el
pijama lleno de tierra. A mis pies, envueltos en bolsas de plástico, reposaban
unos huesos.
—Mamá, hemos encontrado a Sofía García.